Historia|

A la semana de habernos instalado en casa del abuelo, mi madre me invitó a conocer a su amiga de enfrente. La casa era antigua, tanto como la nuestra. Tenía aspecto de retablo típico: el cierre de ligustrinas sin podar, la puerta de madera y alambre. Un viejo parrón cargado con racimos de uva blanca y bajo éste un rústico asiento de madera sobre el cual dormitaba una anciana. Entramos sin golpear.

Cerré la puerta, abrió los ojos, sonrió, salivó. Al ver a mi madre exclamó: “¡Elianita!”. Tras un cariñoso y prolongado abrazo, nos presentó. Me abrazó y besó con un cariño tan profundo como inesperado. Fuera de la conversación y en silencio, observé ese viejo jardín. Calas pegadas a la muralla de ladrillo, hortensias blancas y rosadas en el centro. El tronco de un parrón imita una cuerda gruesa, como cáñamo enrollado a una estructura de madera. Se huele el aroma inconfundible del jazmín, lo descubro abrazado a un palto gigante que comienza en unas matas de juncos y termina en lo alto coronado por un zorzal; resiste al viento, parece levitar.

Me trae de vuelta la risa de esta señora. Una risa de anciana, suave. Mueca casi muda labrada a lo amplio de su rostro pálido, arañado por los años. Hay algo en su risa que me gusta, ¿será la nostalgia?: armonía perfecta entre dolor y felicidad; ¿o simplemente la templanza?: perfecta moderación que se obtiene con los años. En su voz el dejo de una mujer elegante de buen vivir.

Isolina era viuda de un señor de nombre Porfirio. Se casó con él en segundas nupcias, tras la muerte de su primer marido Lu, un inmigrante japonés que hizo fortuna en el rubro esotérico. Lu murió en su propia ley: hacía de médium contactando a Jesucristo. Isolina y Porfirio fueron testigos de su muerte. Estaban uno a cada lado de Lu, sujetándole las manos, como cómplices de lo que prometía ser un gran suceso: el propio Jesucristo les narraría su vida. Ni desde el más allá se pudo hacer algo por acá, sobre la mesa Lu se desplomaba de un infarto. Isolina y Porfirio se miraron con algo más que asombro, la química hizo lo suyo y la metafísica el resto: mano a mano, como usando de puente al recién fallecido, la energía fluyó hasta el punto de enamorarlos. ¿Un milagro directo del Divino Maestro o simplemente el último deseo de Lu? La metafísica tiene motivos que la razón desconoce.

Mañana sábado cumplo dieciocho años y pasaré el fin de semana a casa de mi padre. Preparé la mochila con mis cosas. Sobre mi cama había un regalo, lo dejó mi madre. Es un set de fotografía marca Zenit, incluye cámara, bolso, películas, flash y un mini trípode; sin duda un esfuerzo sobrehumano para su condición de funcionaria de un hospital público. Siempre quise tener una. La primera modelo que pose frente a mi lente será ella… ¡Clic!; ahora mi abuelo Domingo, el mejor rostro que puede tener un hombre a los ochenta y cinco años… ¡Clic!; en el patio la escena campestre: conejos, pavos, patos, gallinas, gansos y perdices que criaba mi madre para alimentarnos cuando el dinero no alcanzaba… ¡varios Clic! Bajo el aromo gigante mi perro Dick, pretende no ser quiltro frente a la cámara… ¡Clic! Era todo distinto ahora con mi propia cámara. Recordé aquellas multisignificantes postales Village, la versión chilena de Hallmark, salí al jardín y enfoqué la puesta de sol, justo al frente de la casa de mi abuelo, parecía incendiarse el techo de la señora Isolina.

Se notaba que sus dientes eran auténticos, la sonrisa de placa se nota porque es demasiado perfecta, una de las razones porque odio ir al dentista es esa ¡nadie modificará mi sonrisa imperfecta! Esta señora tenía algo en sí misma indescifrable, más aun indescriptible. Reconocí en ella ese halo de misterio y misticismo que tanto me atrae en algunas personas, mujeres por lo general ¡Debo fotografiarla! Antes de irme crucé la calle para inmortalizar su sonrisa. Sin golpear, como de costumbre, entré; corté un racimo de uvas y lo guardé en mi bolso para el camino, la llamé con un suave grito. Apareció caminando apoyada de su bastón. “Sonría”, la pillé por sorpresa… ¡Clic!

—Me vengo a despedir, voy a pasar el fin de semana con mi papá.

—Saludos a su padre —dijo como si lo conociera—. Espéreme un segundo que ya vengo, le tengo un regalito. Mi madre seguramente le había dicho de mi cumpleaños. Volvió con un libro en su mano: “La vida de Jesús dictada por el mismo, de Rabaudi.”

—“Primero el señor, yo detrás” —me dijo con autoridad. Fingí emocionarme, pero le agradecí sinceramente; consideré que sería importante para ella ese libro y por alguna razón desconocida y verdadera me lo estaba regalando. La abracé, la miré a sus ojos que a esa hora de la tarde, eran más albos que celestes. Me fui.

—Llévese un racimo de uvas Marito.

—¡Ya lo saqué! —respondí al mismo tiempo que sonreía mostrándole mi mochila.

Arriba del bus comencé a hojear el libro. Me detuve en un párrafo, en él se afirma que la fecha de nacimiento verdadera de Jesús es el diecisiete de marzo, justo ese mismo día cumpliría mil novecientos noventa y ocho años —pensé—. Recordé la frase “Primero el señor, yo detrás” y mi cumpleaños… tenía razón la señora Isolina, ¡Jesús es piscis como yo! ¡Un sensible pececillo! Ahora entiendo lo del ICTI, los peces y los apóstoles pecadores/pescadores: ¡signo de agua! El hijo de Dios, hecho a imagen y semejanza del hombre, la vanidad inherente del ser humano hizo con él lo que ya sabemos —blasfemé.

Esa noche leí hasta las once, treinta minutos después comenzó mi fiesta de cumpleaños. Fue una fiesta de disfraces. Cada invitado debió representar alguna personalidad del pasado que se haya destacado en cualquier ámbito. Llegaron a mi fiesta: San Francisco de Asís, Oscar Wilde, La Madre Teresa de Calcuta, Chopin, Juana de Arco, un niño travieso a quien todos llamaban Fulgorcito y mi hermano vestido como el Último Samurai. Yo de médico. Ya era sábado, treinta minutos pasada la media noche, justo a la hora en que me dijeron nací. Unos amigos representaban un vals que contaba la historia de dos hombres disputándose el amor de una mujer, la interpretación más frenética del “Trisch-Trasch” de Strauss que jamás haya visto. La fiesta duró toda la noche, hasta las ocho y treinta de la mañana, dos horas antes del término de mi cumpleaños anterior, debo estar envejeciendo. Mientras me acostaba a dormir, mi padre se levantaba.

Eran las cinco de la tarde cuando desperté. Me duché y ordené mis cosas. Mi papá había servido la once, me senté a su lado. Mientras revolvía el té, con sumisión y cierta culpabilidad, le conversé acerca de la escandalosa fiesta de anoche. “Ningún escándalo de que preocuparse”—me dijo—. “No escuché absolutamente nada, dormí como un tronco.” Si él lo dice, ¿para qué contradecirlo? Cuando terminé de lamer el resto de palta que había en el plato, me dispuse a volver donde mi madre. Me pasó algo de dinero y las fotos que había mandado a revelar mientras yo dormía. Las puse en mi mochila y salí de regreso a Puente Alto. 

En el bus, tomé el libro que había abandonado la noche anterior. Releí un pasaje que me llamó tremendamente la atención. Reflejaba ampliamente mi propio pensamiento, con total exactitud: “Tres cosas, pues, se encuentran en el hombre: 1º el alma o Espíritu, principio inteligente en el que residen el pensamiento, la voluntad y el sentido moral; 2º el cuerpo, envoltura material, que pone al espíritu en relación con el mundo exterior; 3º el periespíritu, envoltura ligera imponderable y que sirve de lazo intermedio entre el Espíritu y el cuerpo.” ¡Eso es lo que somos, cuerpo y alma unidos por un lazo etéreo! —reafirmé. Esa sola idea escrita en ese libro, me daba sendas respuestas a múltiples interrogantes, afirmaciones y creencias que yo tenía desde siempre. Me explicaba, por ejemplo: el porqué de los sueños, esa separación que hace el espíritu del cuerpo para volver por las noches a su lugar de origen, el hilo de plata que se menciona en los viajes astrales, el desdoblamiento que algunas personas practican con total voluntad, la posibilidad de vida más allá del cuerpo físico… Magníficas respuestas en el también magnífico libro que me habían regalado.

Caminando los metros finales hasta la casa de mi abuelo, miro hacia el frente. La anciana estaba ahí, como cada tarde. Sonriente, sentada bajo el parrón de su jardín viejo. Esperando la noche. Pasé a agradecerle el regalo, esta vez me emocioné sinceramente:

—Señora Isolina, el libro que me regaló es verdaderamente fascinante. Comencé a leerlo el mismo viernes que me lo regaló y ahora me vine leyendo unos pasajes en el bus. Me tiene atrapado, ¡y a mí que siempre me han fascinado estos temas del espíritu!… me sorprende no haber sabido antes de este libro. De verdad, muchas gracias.

—Me alegro que le haya gustado Marito, vuelva más tarde, le voy a tener otro libro que encontré y unas fotos antiguas que le van a encantar.

—¡A propósito de fotos! Tengo la foto que le tomé el viernes. Mire lo linda que sale. Este va a ser mi regalo para usted —la saqué del pequeño álbum plástico y se la entregué acompañada de un beso en su mejilla—. Vuelvo más tardecito. Abríguese un poquito que está muy helada la tarde —salí de su casa más feliz que otras veces. Crucé la calle, abrí la puerta y entré directo a saludar a mi abuelo, con el beso de costumbre sobre su frente. Dejé la mochila sobre la mesa, caminé hacia la cocina donde estaba mi madre lavando loza.

—Hola mamita. Llegué. Pasé a saludar a la señora Isolina que está bajo el parrón tomando el fresco. Volveré a cruzar un ratito más tarde. Dijo que me tenía otro libro de regalo y unas fotos —una taza resbaló de sus manos y estalló sobre el suelo. 

En el jardín, bajo el parrón, una pequeña mesa de madera. Sobre ella un libro viejo y un sobre, en su interior fotos antiguas: San Francisco de Asís, Oscar Wilde, La Madre Teresa de Calcuta, Chopin, Juana de Arco, Allan Kardec, un niño y otros que no reconocí. En el libro, una página recortada marcada por una foto: Porfirio y Lu disputando un vals con Isolina.

Entonces el cielo se cubrió con gran densidad, la neblina nos rodeó como queriendo abrazarnos. “Vamos a casa antes que llueva” dijo mi madre. Tras un vitraux multicolor, adornada de flores frescas, la humilde lápida de mármol. Pegada sobre ella la sorpresiva foto que yo mismo había tomado. El pequeño fragmento recortado del libro viejo hacía de epitafio: “Las apariciones no son un fenómeno más extraordinario que el del vapor, que es invisible cuando está muy ramificado, y que se hace visible cuando está condensado.” Cruzamos los húmedos patios del cementerio Bajos de Mena, hablamos acerca de este extraño fenómeno atmosférico, pocas veces visto en pleno verano.

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