En el Valle del Maipo es posible encontrar algunos de los mejores vinos del país. Las condiciones climáticas lo propician: el Cajón del Maipo es un verdadero corredor para ese aire templado que sopla con suavidad tibia todas las tardes y se llama Raco. Y la uva es un fruto exigente, que requiere condiciones de prima donna, como la rosa del Principito. Entre Puente Alto y Pirque atraviesa un río frío, nutrido por deshielos cercanos, y por ello, entre otras cosas, la vegetación en la cuenca del Maipo no logra ser muy frondosa.
Durante muchos años se ha producido vino en esta zona, y nuestros recuerdos alcanzan hasta Don Melchor. Era una época que podemos denominar “ingenua”. El mosto se producía con uvas de la región y el vino se dejaba en reposo en barricas de maderas nobles. Aquí ya empiezan los juicios cuestionables: ¿qué significa “noble” en madera? ¿Hay alguna aristocracia vegetal que no conocíamos? Se entiende que hay árboles que requieren muchos años de crecimiento para alcanzar su madurez, pero no deja de ser significativo el hecho de que las barricas empleadas sólo usaban maderas de árboles europeos. ¿Contrabando cultural o necesidad química? ¿Será que hasta en el vino se requería la presencia del invasor? En todo caso, los viejos vinos tenían sabor y olor a vino, y pare de contar.
La fantasía (o la hiperestesia) de ciertos enólogos reconocía algunos aromas impregnados en la madera de las barricas, aromas que muy sutilmente se podían trazar en el sabor final del vino. En todo caso, una suavísima, casi imperceptible, variedad aromática y saporífera que permitía distinguir unos vinos de otros, al menos en las primeras libaciones. Luego de algunos tragos, las papilas gustativas y olfativas pierden capacidad de discriminación.
Transcurrida la centuria de la época “ingenua”, la producción de vino se industrializa y adopta todas las estrategias del comercio más pragmático: producción masiva, publicidad con bombardeo de los sentidos, adormecimiento de la capacidad crítica del cliente, trivialización de la actividad. Los vinos actuales son curiosos engendros químicos producto de la creatividad del enólogo de turno, con saborizantes y aromatizantes numerosísimos, líquidos sintéticos con olor a todo lo que usted pueda imaginar y sabor igualmente versátil, aroma y gusto agregados en la privacidad de la bodega, lo que siempre será negado por todas las viñas. El mito (en realidad, la mentira flagrante) es que en los enormes estanques de acero inoxidable (sin sabor, por supuesto) se arrojan trozos de maderas “nobles” que le darían al vino sus características aromáticas.
En verdad, sólo se arrojó (cuidadosamente, hay que reconocerlo) un conjunto de líquidos sintéticos provenientes de laboratorios químicos, de esa industria fantasmal y prolífera que sabe fabricar con gran alquimia absolutamente cualquier olor que a usted se le ocurra. Hay gotas con olor a ciervo ahumado, arenque, mujer en celo o virgen rezando. Y otras gotas con sabor a menta (sin menta), nuez (sin nuez) y madera (sin madera). Y hay, por supuesto, brebajes químicos especiales para que usted sienta en el vino aromas de “arándano” (aunque en el valle del Maipo no haya habido arándanos) y “berries” (aunque usted, que tal vez no anda fuerte en inglés, no sepa qué es eso), y especias exóticas (que ni un hirsuto roble francés conoció jamás en su arbórea vida, como el americanísimo y precolombino chocolate)… en fin, un degradado imperio de la fantasía verbal y de la siutiquería que hace casi imposible beber un vino honesto, con simple sabor a uva vinífera.
Y nació la “subliteratura de botella”, un conjunto de frases hechas, circunloquios vacíos y faltas de ortografía y sintaxis que se llaman “nota de cata” y que no es más que un nuevo ejercicio de marketing para deslumbrar a personas que no logran sustraerse al hechizo de una propaganda llamativa, y que para determinar la calidad de un vino leen la etiqueta en lugar de probarlo. Como los malos músicos y cantantes, que requieren mucho despliegue escénico y espectáculo circense para deslumbrar a un público ignaro, en lugar de la simple sobriedad de los maestros. Es un halago al más profundo de los valores nacionales: el arribismo. Que, en este caso, está colonizando las papilas. Busque vinos honestos (quedan algunos), pruébelo en silencio y sin leer la etiqueta (no hace falta), y pregúntele a su cuerpo lo que siente. Si siente un ligero estremecimiento de placer, basta para ser feliz con su vino.
Y recuerde a Alberto Cortez, cuando dice que el vino puede sacar cosas que el hombre se calla y que deberían salir cuando el hombre bebe agua.
Estimado Mariano, tu artículo logra transportarme a tres escenarios situacionalmente distintos, pero con un denominador común: el vino.
El primero, en el ámbito profesional, cuando una prestigiosa viña que empieza con “M” y termina con “E” (hay una calle incluso en el centro de Santiago que lleva el mismo nombre) me encargó redactar 2 “notas de cata” como tú las llamas. Yo las denomino como “frases cliché”. La experiencia se evoca en mi frágil y cada vez más sintetizada (no sintética) memoria porque, a modo de estímulo o como inspiración de lo que serían las etiquetas de dos de sus mejores mostos, me fui al Líder a comprar un par de cajas de vino “120, tres medallas”, las que yo denomino “Cartonier”. Luego de vaciármelas, efectivamente cuando mis papilas gustativas no podrían distinguir si quiera mi propia saliva, vino la inspiración (…) El cliente quedó satisfecho, le cobré algunas lucas y 30 botellas etiquetadas con mi creación, estas últimas con fines curriculares.
Segundo, típica reunión de fin de mes y la camaradería espontánea post sueldo. Acordamos, con los vecinos de la oficina de enfrente, ir a comer comida china a un local en Providencia que se ufana de ser el único que sirve el auténtico caldo de aleta de tiburón y que lo pone a uno duro como roca. Sentados a la mesa, ordenando el mencionado elixir, pedimos un vino ad hoc a la ocasión, la verdad no recuerdo cual vino, sólo que era blanco. Lo interesante fue el proceso de selección-pasión-muerte que detallo a continuación. Fue uno de los chicos de enfrente quien solicitó le permitiéramos escoger el vino, “déjenme a mi”, dijo con una propiedad tal que ipso facto callamos e intercambiamos apenas fugaces miradas. La lectura de la carta tomó su tiempo, una que otra recomendación del mozo, hasta la complicidad de la frase “muy buena elección, señor.” Llegado el elixir, de cristalino semblante, procedió con el ritual respectivo: tomó la copa como un entendido, miró a través de la copa las lagrimillas que esperaba se formaran con la agudeza del experto, olió y paladeó el brebaje con una sapiencia desconcertante, para concluir en un solo gesto de aprobación, coronado con sus ojos abiertos y cejas arqueadas, con un “bueno” sonoro y ronco. Absortos de tanta elegancia, distinción y dominio, estirábamos las copas para imitar tan digno gesto. Alguien gritó “¡al seco!” y sólo quedó en el paladar, por unos segundos, una suave acidez aplacada por un sorbo de caldo de aleta de tiburón, que luego supimos era toyo.
Tercera evocación y quizá la más auténtica. Una tarde de verano, con la familia a orillas de un estero en la localidad de Codigua (Melipilla, Santiago de Chile). Mi abuelo Domingo bajo un sauce, cortándose las uñas de los pies con un cortaplumas. Mi madre y mi tía entre las zarzamoras, recolectando bostas de vaca para hacer tortillas de rescoldo (…) Mi padre y mi tío armando lazos para salir a la noche a atrapar conejos. Mi hermano y yo desamarrando un melón que yacía en la orilla del estero, heladito, fresco, relleno con un vino blanco pipeño y azúcar, listo para su consumo.
¡Vaya que poder evocador tiene tu artículo! Salud por eso, eso sí con Carmenere, la “cepa shilena” por excelencia.
A nuestros respetables lectores.
Quiero recomendarles un buen vino del valle del maipo, que es de la Viña Cavas del Raco hay dos versiones reserva y cabernet ambas con muy poca o casi nula diferencia.
La otra que es bastante buena, se trata de una ruta del vino y me la recomendó una amiga y ahora yo se la recomiendo a usted, la ruta del vino del supermercado Jumbo…si la misma y verán como se acuerdan de mí.
Un abrazo y a escribir.
De vino , no sè mucho, sòlo si me gusta o no, y lo bebo lo màs que puedo.
Pero puchas que me he entretenido leyendo esto!!
Conocí el Cajón del Maipo en el año ’74, cuando el sol encondíase tan temprano tras el cerro que el toque de queda ya no daba cuenta de una restrición administrativa sino más bien el natural acortamiento del día. Volví a sus caminos, después de algunos años, y el recorrido de su sinuosidad hacía recordar vuelos de faldas juveniles y siluetas de compañeras con quienes recorría la linea del tren buscando nuevas experiencias..
Hoy, casi 37 años después, he vuelto a recorrer sus caminos. El Raco, por su parte, me refresca igual como aquellas tardes en que rotornaba en la bicicleta CIC azul (..la de aquella última Navidad) desde El Melocotón. El recuerdo de los descensos a contraluz desde los roqueríos hacia San José, reviven mi deseo de volver a bajar a toda velocidad “casi sentados”.
Nada de esto lo había olvidado.. los recuerdo rebrotaron después de muchos años.. como hubiese sido ayer. La imagen del Liceo, el restaurant de la cañada,el sabor memorizado de la uva de la cañada sur, algunos amigos reencontrados, y muchos nombres de rostros perdidos en el tiempo.. es el nuevo escenario de mi vida, reiniciado hoy junto a la chica “del chaleco en la cintura”.
El noble vino ha contribuído a ello. He bebido de aquel sin etiqueta; del “cartonier” ofrecido por rostros que ya no calzan con el nombre de un compañero de la escuela; he bebido también de ese que ofrecen como “..este es embotellado del bueno”; y tambien de algunos traídos desde el Maule, que nunca me tomé confiado en que el amigo iría a casa.
El vino despierta los recuerdos, permite que los amigos se reencuentren y abren cada día un espacio para compartir y aprender. No sé si saludarte diciendo “Ateneo”, como clave de una amistad iniciada, o “ateneo” a las consecuencias de reencontrate..Salud Mariano!
Sublime relato Ricardo, muchas gracias.
Esperamos leerte pronto aquí en tu página de puente alto y en la nuestra.
Saludos a mi hermano Mariano que camina y relata en las Europas.
Claudio
Ricardo Rojas, buen tipo de ser humano: tu texto me hace recordar al Raco, ese viento tibio capaz de temperar vides y amostazar corazones y pubis varios. Lo leo en este momento en Skagen, la península más nórdica de toda Europa continental. Afuera sopla el viento del Kattegat, que trae nevisca del Mar Báltico. Varios grados bajo cero, casi ningún habitante en esta villa de pescadores danesa. A pasos de aquí el faro del fin del mundo parpadea con porfía de héroe. Una mano femenina me sirve un café humeante mientras desgrano palabras al azar. He salido fuera del mundo conocido para adentrarme en mis raíces intelectuales, culturales y amorosas. Soy pura raíz. Y amo desde esta distancia a una mujer chilena que es toda mi absoluta vida. Y la amo imperecederamente, aunque estoy abrazando fraternamente a otra, con quien aprendí a amar hace cuarenta años. Y no hay contradicción: sólo continuación. Soy feliz…
MM
Al fin alguien que escribe acerca del vino, al más puro estilo chileno. Pienso que don Mariano ha dado en el clavo (no sólo con atractiva prosa); de mis ancestros recuerdo que el “tintolio” se servía en la mesa en una botella labrada (o lisa), sin el envase original en que se expendía. Todos los adultos tomaban una o dos copas; incluso los cabros chicos recibían el “potito” de un vaso, para la probadita que permitía que no se le reventara la hiel. ¡Vaya! qué tiempos aquellos. Me pregunto ¿qué habrían pensado esas personas de beber ese preciado vino de una caja? Que en humilde opinión el sabor del mosto se transforma en algo tan desagradable que uno no sabe si agarrar a patadas, la terrible caja, o votar el líquido espumante por la cañería.
Respecto del último párrafo escrito por don Mariano, no puedo dejar de mencionar lo divertido que me resulta escuchar a los “sommeliers” o enólogos, cuando (en entrevistas de medios), declaran arrobados comentarios acerca de una “cata”. La verdad es que escucharlos me trae a la memoria al humorista Álvaro Sálas, cuando en alguna de sus celebradas rutinas, relataba: “alguien me podría decir qué significa que alguién tenga el cuerpo ‘tomado'” o “el comentario de un individuo: ‘parece como que me quiero resfriar'”.
Los profesionales “catadores de vino” usan mensajes parecidos: “Este vino tiene ‘cuerpo'”, “Posee ‘aromas a ciruelos’, ‘un toque de madera’, ‘nótese que el bouquet parece más de cedro'”.
Ya con eso nos despedimos.